Un polvorón en el polvorín

Metido entre los tres mejores futbolistas del año (Ronaldinho, Lampard y Eto'o), Leo Messi ha brillado en Stamford Bridge con un fulgor irresistible. Ha renacido una estrella, la que se alumbró el día del Gamper ante el Juventus y que echó el primer diente en el Bernabeu. La frescura de su juego, la alegría con que se tomó el reto de ser titular en el Barça, la ilusión por triunfar en un campo como el del Chelsea ha tirado del Barça, de un equipo que parecía conformarse con el empate a cero, para elevar lo que podía ser un partido sin historia en un espectáculo único. Echó del campo a Asier del Horno, y no por sus dotes interpretivas, que también las tiene, sino porque al joven bilbaíno le vino grande su marcaje: no podía con él e hizo lo que John Terry había recomendado hacer con Ronaldinho: pararlo a patadas. Por encima del juego colectivo del Barça, lo más grande que ha sucedido hoy en la capital del imperio futbolístico, la cuna de este deporte que es la única religión laica que cuenta con feligreses en todo el mundo, se llama Messi, apócope de Mesías, una marca de polvorones.

Positifo: la actitud de Frank Rijkaard, quitando importancia al estado del campo, con lo que evitó que algunos jugadores importantes de su equipo cayeran en una especie de psicosis por ese motivo y la utilizaran como una excusa.

Nejatifo: el penoso arbitraje del mediocre colegiado noruego, discutible en casi todas sus decisiones, y que se dejó presionar de un modo indecente por los jugadores del Barça en la expulsión de Del Horno (quien, no obstante, pudo ser expulsado unos minutos antes en una entrada que convirtió en fuera de banda contra el Chelsea).